Llevo algunos días intentando descifrar esa dualidad de estar al tiempo entre el ‘me da igual’ y el ‘no puedo más’. Digo que llevo unos días pero, como todo, eso es una mentira. Podría definir así 28 años de existencia. Aunque continuar a partir de esa premisa me resulta paralizante, como quien estuviera contando una indecencia o a punto de decir: “hola, vine a quitarme la ropa delante de todos”.
Estoy viva.
No hay mucho más por decir.
A ver, me apasionan la cultura pop, David Bowie y los perros. También me gustan los gatos. Me dan ganas de llorar en momentos aleatorios por mal tiempo en mis circuitos cerebrales. Trastorno límite. Depresión. Ansiedad. Entonces cada día me despierto sintiéndome diametralmente distinta pero busco hacer la paz con todas las mujeres que habitan en mí. No he aprendido a controlar el torrente de pensamientos por minuto pero simulo domarlos cuando escribo. Escribo y borro y escribo. Borro. Hago videoensayos sobre filosofía para internet porque me resultan interesantísimos mis debates internos. Como mucho y no engordo. A lo mejor tengo el estómago equivocado y por eso confundo la tristeza con tener hambre. Me gusta imaginar el futuro pero lo aposté en el pasado, como si la vida fuera un juego de azar cuyas reglas desconozco. Me despierto antes de que suene la alarma porque huyo de mis sueños, pero es una costumbre levantarme tarde. Elaboro contundentes respuestas en mi mente, mientras voy dejando el discurso medio desarmado al hablar. Carezco de prudencia y solo conozco la ruta del drenaje. Me considero buscadora compulsiva de respuestas e inexperta en encontrarlas. Y me contradigo. Me contradigo con todo como forma de autoeducarme.
Soy más de miradas que de palabras, pero a estas últimas las domino ligeramente mejor.